Oficina sola

Los truenos hacían vibrar la ventana, azotada por la lluvia de invierno. El recorte de gastos había eliminado cuatro tubos fluorescentes, dejando la oficina en penumbras. Dos de los tres escritorios alineados contra la pared, contiguos al cubículo del jefe, estaban vacíos. K., tras una gripe mal curada, había caído con congestión; L., ante la descompostura de su mujer, había pedido el día libre; al lado de la puerta, J. pasaba datos al ordenador.

Por el rabillo del ojo, J. vio que el gordo calvo consultaba su dorado reloj de pulsera. El lentes y bigotes se paró. Buzarda colgante salió de su recinto.

—J., no estaré durante quince o veinte minutos —dijo el jefe mientras se ponía el abrigo—. Voy al velorio de un pariente de mi mujer. Si llaman, di que enseguida vuelvo... Justo ahora, con el trabajo que hay, a este desgraciado se le ocurre morir...

Cerró con un portazo, bajó estrepitosamente las escaleras de madera, y se despidió con otro portazo.

J., falso ateo y falso creyente, pensó que había ocurrido un milagro. En cinco años de trabajo en la oficina, jamás había quedado solo. Cuando no era el jefe abrumándolo con órdenes y amenazas, eran K. o L. delegando sus responsabilidades o echándole culpas. Al fin, aunque no fuera más que por quince o veinte minutos, podría estar tranquilo.

La pantalla de su reloj taiwanés, le mostró las diecisiete y cuarenta y cinco. Hasta las dieciocho, o dieciocho y cinco, podía tomar un merecido descanso.

—Soy libre —murmuró al techo, donde había comenzado a parpadear un tubo fluorescente—. No tengo ganas de trabajar hoy. ¿Quién me va a decir algo? ¿Usted me va a decir algo? No, por supuesto que no.

Abandonó el monótono tecleo, y trató de repantigarse en su silla. Puso las manos detrás de la nuca a guisa de almohada, y se estiró cuanto pudo. Cerró los ojos, y eructó.

Estar sin hacer nada, al abrigo de la oficina, imaginando gente que corría para guarecerse de la lluvia, lo reconfortaba… Pero también lo aburría.

¿Cuánto tiempo había pasado? Estimaba que ni siquiera un par de minutos. Todavía sobraba.

—Hagamos algo productivo —habló con fingido tono entusiasta—. Nuestro querido jefe siempre dice que hay que ser eficiente y productivo. Muy bien, estoy totalmente de acuerdo.

Se levantó, y paseó la vista por la modesta oficina. Se sentó, y quedó mirando el artístico salvapantallas que siempre hacía lo mismo. Se levantó nuevamente, y realizó ejercicios de estiramiento.

Trabajar en esas condiciones, sí que valía la pena. Se podía respirar algo parecido a la libertad… Pero una

libertad sin diversión.

Ni siquiera habían pasado cinco minutos. O tal vez, sí. ¿Qué importancia tenía? Aún sobraba mucho tiempo. Todavía quedaba una eternidad.

—Creo que me falta motivación —le dijo al tubo fluorescente que acababa de colapsar—. No estoy inspirado... No para hacer algo constructivo.

Caminó alrededor del escritorio con las manos en los bolsillos, escuchando los sonidos que producían las llaves entrechocándose, mezclados con el siseo de la lluvia.

Le dieron ganas de volver a la computadora, pero se contuvo disgustado consigo mismo.

Fue hasta la ventana, y miró hacia fuera y hacia abajo. Ni un alma surcaba la callejuela. Lo único que había para entretener la vista, eran edificios idénticos, ventanas cerradas y canastos con basura.

—La culpa la tienes tú, K. —repentinamente, señaló con el índice al escritorio de la compañera que supervisaba el pago a proveedores y las tarjetas de crédito—. Tú eres una de las que me hacen la vida imposible aquí dentro. Todos los días encargándome cosas, como si yo fuera empleado tuyo. Pero no eres más que una pobre desgraciada —se acercó a la silla, que era suave y amortiguaba los movimientos—. Mira la foto que tienes aquí arriba: El guampudo de tu marido, y tus dos hijos... Del más grande nada puedo objetar, aparte de tener la misma cara de estúpido que el padre, pero el más chico... No, K., a mí no me engañas... A ese niño si lo pelas y le pones bigotes, se transforma en el jefe.

Puso el portarretratos bajo su axila, y realizó extravagantes pasos de baile. Luego les deseó que reventaran como chinches.

Animado por la cínica diversión, se le ocurrieron decenas de ideas para amenizar el recreo. ¿Pero cuánto tiempo había transcurrido desde que el jefe se marchó? J. se fijó la hora: eran las diecisiete y cincuenta y dos. Como mínimo, disponía de ocho minutos para entretenerse en su merecido asueto. Miró fugazmente a través de la ventana, sólo para cerciorarse que el automóvil del jefe ni siquiera se divisaba a lo lejos.

—¿Y qué hay, L.? —imaginó a L. sentado en su escritorio, con su cara de moco verde—. Verdaderamente crees que soy el último orejón del tarro, ¿no es así? Tú también te ensañas conmigo, metiéndome el trabajo que te corresponde, y, si no lo hago, enseguida vas corriendo a contarle chismes al jefe. Juro que te agarraría a puñetazos, y una vez que tuvieras suficiente, te arrojaría por esa ventana, así se parte tu cabezota, y sale la tira de excrementos enrollados que llevas por cerebro. ¡Maldito!

Hizo unos movimientos pugilísticos preparatorios, y se entregó a la fantasía de hacer fintas y ganchos que daban de lleno en el rostro magullado de L.

Cuando tosió agitado, se secó el sudor de la frente, y descansó con los puños apoyados en la cintura. En el cubículo de vidrio, aguardaba un rival mucho más fuerte.

Se asomó a la ventana, y se alegró de no ver el automóvil del jefe estacionado en la callejuela. Tal vez había dicho que se ausentaría por quince o veinte minutos, pero en realidad lo haría por una hora. De todos modos, tenía tiempo de sobra para conseguir un knock out.

—¡Usted, viejo demonio! —exclamó encaminándose al cubículo del jefe—. Tengo que decirle que es un explotador miserable. Me da asco cada día que lo veo. Sus modales son los de un puerco. Apesta donde sea que se encuentre. Y quiero que le quede bien claro que no le tengo miedo.

Con paso firme y decidido, irrumpió en el recinto, se subió sobre el mullido sillón, y brincó encima del escritorio. Desde la altura, contempló todas las cosas como si las viera con un lente diferente. El escritorio que ocupaba anteriormente en un rincón, le pareció un hoyo en el suelo.

—¿Sabe lo que voy a hacer, jefe? Voy a cagar encima de su escritorio.

Dicho esto, se acuclilló sobre una pila de papeles, e imitó con sus labios los sonidos de un esfínter trabajador, a la vez que subía y bajaba las caderas, como si estuviera produciendo artesanalmente una rosca.

—¡Felicitaciones!

J. quedó petrificado al ver a su jefe bajo el marco de la puerta, y luego, instintivamente, pensó en arrojarse a sus pies.

—Señor... Yo... —tartamudeó J., bajando de un salto.

—¡Silencio! —gritó el jefe—. Usted no tiene claro que aquí, el único que se caga en los demás, soy yo.

—Deje que le explique... —alcanzó a balbucir J.

—¡Cállese! Yo le voy a explicar... Su inutilidad me tenía harto. No soportaba más ese odio y esa envidia que fluyen tan naturalmente en usted. Así que inventé lo del velorio, fingí que me marchaba, dejé estacionado mi automóvil en la otra cuadra, luego volví silenciosamente, y me quedé espiándolo por el agujero de la cerradura. Sabía que ésta era la mejor oportunidad, porque nadie escapa a la tentación de mostrarse tal cual es en la oficina a solas.


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